Sartre: angustia, libertad y acción

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES .- 

Desde su muerte, tal vez un poco antes, apuntar en contra de Jean-Paul Charles Aymard Sartre (1905 – 1980) se volvió un verdadero deporte para la elite y la servidumbre satisfecha. De las huestes católicas, no podría esperarse otra cosa, a fin de cuentas este filósofo, novelista, ensayista, político, académico, dramaturgo y Premio Nobel de Literatura francés (galardón que rechazó en 1964 para no hipotecar su libertad) dedicó buena parte de sus escritos a lanzar paladas sobre la tumba de Dios. Sin embargo, la virulencia hacia él y su pensamiento también ha provenido de supuestos compañeros de ruta: marxistas, estructuralistas, existencialistas-arrepentidos, fenomenólogos, liberales-conversos, psicoanalistas y psicólogos sociales.

En Chile de hoy, donde hasta el aire tiende a volverse un bien de consumo, si Sartre fuese un personaje influyente, intentarían por todos los medios neutralizar sus palabras con caricaturas, chistes, mofas y persecuciones. Pero como somos un país donde el dominio conservador disfraza la ignorancia como sabiduría popular, las ideas del filósofo pueden seguir llenándose de polvo. En el resto del mundo, aquel dominado por las verdades austeras, oficiales y desde arriba, a Sartre se le recuerda un poco más, pero no necesariamente para bien. Resulta más rentable aludir a su apariencia física, a su excesiva verborrea, a sus cambios de opinión, a su debilidad por las faldas, a sus alucinaciones con barbitúricos, alcohol y café, a su misticismo senil, que a las potenciales consciencias removidas con sus ideas heréticas y radicales. No por nada, sobrevivió a varios atentados en contra de su vida por escribir, hablar y moverse más de la cuenta (se le permitió de todo, pero cuando se puso antinacionalista, muchos de sus compatriotas dijeron ¡basta!).

La cultura popular –de la cual Sartre supo usufructuar mejor que nadie- lo vinculó al pensamiento filosófico conocido como existencialismo. Aún más, le adjudicó la paternidad de éste, pese a que el mismo abjuraría del movimiento a partir de los años sesenta, justamente cuando se volvió una poderosa pero etérea moda entre intelectuales y artistas de impermeable y jovencitas emancipadas (si es alrededor de una mesa de un café parisiense, con el tiempo convertido en aliado, tanto mejor). En honor a la verdad, Sartre fue el principal publicista del existencialismo, pero no de cualquiera, sino uno ateo, comprometido y vociferante.

HUÉRFANO, LECTOR Y POCO AGRACIADO

La fiebre le arrebató a su padre, el oficial naval Jean-Baptiste Sartre, cuando Jean-Paul apenas contaba con un año de vida. Su plácida infancia transcurrió junto a su madre Anne-Marie Schweitzer (hermana del  médico filántropo Albert Schweitzer) y su abuelo Charles. Este último ocuparía el rol paterno enseñándole tempranamente matemáticas y literatura clásica. Tanto a su madre como a su abuelo, Sartre los responsabilizaría, años más tarde, de la primera desilusión de su vida: darse cuenta que, contrario al trato recibido de parte de ellos, a sus rizos largos  y a su vestimenta de niño consentido, no contaba con una apariencia agraciada. Sus compañeros de escuela se lo hicieron notar volviéndolo objeto de sus burlas. Un resfrió lo empeoró todo, dejándole un ojo desviado de por vida. Pero también le dio la motivación suficiente para encantar al resto del mundo a través de su principal arma: el pensamiento.

Su amor a la filosofía nació de la lectura adolescente de Ensayo sobre los datos inmediatos de la consciencia de Henri Bergson. Siguió luego con las obras de Immanuel Kant, George Wilhelm, Georg Wilhelm Friedrich HegelSøren KierkegaardEdmund Husserl, y Martin Heidegger. Al atrasarse un año en la École Normale Supérieure (lugar destinado a jóvenes de la elite francesa) pudo conocer a la escritora Simone de Beauvoir, alumna brillante y su futura pareja sexual e intelectual (una pareja a su modo, en completa libertad para sostener ambos pequeñas relaciones paralelas, sin escándalos de por medio, sino sólo consejos y buenas vibras). También conoció al escritor Raymond Aron, amigo personal y luego detractor (proceso vital que también experimentó con Albert Camus y Boris Vian). En 1929, Jean-Paul Sartre se graduó de doctor en filosofía con la intención de ganarse la vida como maestro. Y dedicar el mayor tiempo posible a la escritura, aunque aún estuviese lejos del reconocimiento masivo que le aguardaría en el futuro.

SIN DIOS NI PERMISO

Sus detractores han considerado al existencialismo y sus cultores como una verdadera bolsa de gatos. Demasiado revueltos y demasiado diferentes, ha sido la queja permanente para desacreditarlos. Como corriente filosófica, el existencialismo surgió en el siglo XIX en las obras de Søren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche, el primero conservador católico y el segundo ateo y nihilista. Durante el siglo XX se vincularon con esta corriente, además de filósofos como el mismo Sartre, Martin Heidegger (nacionalista) y Miguel de Unamuno (ateo o creyente según la hora del día), un dramaturgo como Gabriel Marcel (católico), un siquiatra como Karl Jasper (liberal) y novelistas como Albert Camus (liberal), Mario Vargas Llosa (en su juventud socialista y en su madurez neoliberal), Ernesto Sábato (comunista y luego anarquista), Juan Carlos Onetti (adormilado nihilista), Boris Vian (existencialista por contagio) y hasta el cineasta Ingmar Bergman (agnóstico torturado).

Dentro de la herencia intelectual de Jean-Paul Sartre, se encuentra la utilización de la filosofía (además de la literatura y el arte en general) como un arma de compromiso político para hacerle frente a los problemas en tiempo presente. Sartre sostenía que la filosofía no estaba para apoltronarse en las aulas de las universidades ni en los anaqueles de las bibliotecas, sino para sacarla a las calles y avenidas (si son las calles de París, cruzadas por el río Sena y contempladas desde la torre Eiffel, más los labios de Brigitte Bardot, los orgasmos de Jean Birkin y los susurros de Juliette Greco, saldríamos gustosos a vender periódicos y a repartir panfletos, como lo hizo el mismo Sartre hasta edad avanzada, ya convertido en un marxista humanista). En palabras del filósofo, novelista y guionista argentino Juan Pablo Feinmann, para Sartre la filosofía estaba para comprometerse con el barro de la historia y ensuciarse con ella, ideas alejadas por completo de lo enseñado hasta ese momento en escuelas, liceos y universidades. Pero para acercarse a este barro de la historia, había que atreverse a cruzar la calle y quedarse muy atento en la vereda de enfrente (ahí, precisamente donde está amontonado el barrito fresco y ensuciador), pero no por capricho, sino como ejercicio de libertad. Si hoy vivimos alienados es porque alguna vez fuimos libres, aseguraba Sartre, por lo que invitaba a reconquistar esa libertad.

El novelista ruso Fiodor Dostoievski advirtió de manera indirecta en su novela Los hermanos Karamazov, a fines del siglo XIX, en una conversación de dos personajes, lo siguiente: “¿qué será del hombre, después, sin Dios y sin vida futura? ¿Así, ahora todo está permitido, es posible hacer lo que uno quiera?” Décadas más tarde, en pleno siglo XX, Jean-Paul Sartre le respondió: si Dios no existe, no todo está permitido, sino que todo es posible. Se tiene una libertad absoluta que sume al ser humano en una angustia que no debe ser paralizante, sino motivadora hacia la libertad.

¿Cómo llegó el francés a semejante deducción? Vámonos al principio. La afirmación más tajante de Sartre, y sobre la cual se basa buena parte de su filosofía, es que la existencia precede a la esencia (aunque, en realidad, la frase la dijo primero Heidegger). Estamos ante un cambio en la filosofía tradicional, aquella que sostenía que el ser humano corresponde a un proyecto establecido de antemano, donde se ha definido desde el principio (incluso antes) lo que tiene que ser y hacer durante su vida. Bajo esta idea, el ser humano puede verse como algo anterior a la existencia, ya sea como sueño, aspiración o al menos como proyecto. Antes de su llegada al mundo, hay un molde perfectito que lo está esperando para que se acomode en él. Con Sartre este molde se cae y hace mil pedazos. Ni padres, hermanos, tíos, abuelos, amantes, líderes, profetas, Dios, ni nadie anterior ni contemporáneo al sujeto, puede indicarle su proyecto de vida. Yo, tú, él, todos nosotros somos los constructores de nuestra propia vida, repitió Sartre desde el aula, el podio, el café, el bar y la calle. Ya no servirá hablar de falta de oportunidades, ignorancia, enfermedad, injusticias, dolor, mala suerte o errores. No habrá justificación ni lloriqueo posible, pues la obligación de ser libre está por encima de todo.

Aunque Sartre no fue el creador de la filosofía existencialista, la definió de manera elocuente en la siguiente afirmación: la verdadera esencia del hombre es su existencia. Es decir, la condición, identidad y manera de entender de un sujeto corresponde a lo que hace. El sujeto, por lo tanto, se realiza a través de la existencia, debiendo evitar cualquier condicionante, pues sólo así alcanzará su libertad de manera absoluta. Pero reconozcámoslo -dijo Sartre- este ejercicio de existir continuamente para llegar a ser uno mismo, sin pausa ni respiro, supone una angustia existencial enorme y que definió como hastío, asco o náusea. Cada gesto, por mínimo que sea, constituye presente y humanidad. La otra parte de esta angustia se refiere a cómo, con esa responsabilidad frente a las infinitas posibilidades sin condicionamiento alguno, elegimos un determinado camino y no otro. 

Sartre ubica, entonces, la libertad en el centro de las preocupaciones del ser humano. Por lo tanto, se está condenado a ser libre. Incluso, cuando no elige, el sujeto está decidiendo no elegir.  Esto lleva a una libertad vivida que debe evitar las llamadas conductas de mala fe que ocurren cuando el sujeto se deja engañar. Si los individuos se quedan callados y aseguran que no ocurrirá nada con esta omisión, según Sartre, se está cometiendo un acto de mala fe. Aunque se insista en la ceguera, sí pasan cosas y muchas. Si no se asume la responsabilidad de realizar el propio proyecto de vida, como individuos y como sociedad, alguien lo hará de todos modos. El silencio y la inacción ante las injusticias y las catástrofes sociales conllevan un ejercicio de complicidad con el estado de las cosas. Por lo tanto, no queda otro remedio que actuar en el presente. La libertad absoluta del sujeto es intervenir en su propia vida, porque de lo contrario caerá en una conducta de mala fe, dejándose llevar por el otro y renunciando a su propia libertad.

OPINIÓN GLOBAL

Entre 1929 y 1931, Jean Paul Sartre formó parte del Ejército Francés. En 1939, durante la Segunda Guerra Mundial, cumplió funciones de meteorólogo –debía lanzar globos meteorológicos hacia los cielos, lo que le daba la posibilidad de divagar con el infinito como fondo- hasta ser capturado por las tropas alemanas en 1940. Pasó nueve meses como prisionero en dos centros de detención. El mismo reconoció que nunca abandonó el estudio de la filosofía ni siquiera en los momentos más duros de su confinamiento. Su consuelo fue llenar las hojas de una libreta que logró conservar una vez alcanzada la libertad.

Durante la Segunda Guerra Mundial, pese a que se declararse contrario al Nazismo, pudo escribir y montar piezas teatrales en las narices de estos invasores. En la puesta en escena de la obra antibélica Las moscas, de 1943, contó sin ir más lejos con varios oficiales nazis como espectadores (no entenderlas no les impidió, en todo caso, aplaudirla de pie). Más tarde, Sartre apoyó a los argelinos en la guerra contra Francia (1954 – 1962) y cinco mil veteranos de guerra marcharon por los Campos Eliseos coreando su muerte, por lo que debió buscar un refugio que pronto fue descubierto. Opositor al gobierno de Charles de Gaulle, éste se negó a encarcelarlo pese al consejo de sus asesores, comparándolo con el mismísimo Voltaire. Durante los inicios de la Guerra Fría, se alineó junto a la Unión Soviética hasta la invasión de este país a Hungría en 1957. Apoyó la Revolución Cubana en sus inicios, visitó la isla, se entrevistó, bebió whisky y fumó con el Che Guevara y luego se distanció de una burocratizada dictadura de los hermanos Castro. Alentó las revueltas de Mayo del 68 en París y se le acusó de ser su inspirador. Apoyó causas de extrema izquierda en el mundo, inclusive ciertos atentados terroristas, como único camino de los marginados por contrapesar el poder que los aplasta. Antes de morir, ciego, enfermo y manipulado por una pareja de discípulos judíos, le pareció que su vida no podía ser fruto de la casualidad y la presencia de Dios, después de todo, ya no le era tan descabellada.

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