Rafael Gumucio. Invierno en la torre

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

Por lo menos para algunos de provincia Santiago en los tiempos de estudio es sinónimo de una soledad perra.

Los santiaguinos no lo entienden, porque saliendo de clases en la universidad, se van a sus casitas a tomar la oncecita que les tienen preparadas sus mamitas.

Uno no. Uno se va a una pensión roñosa donde hay que aguantar las risotadas de algunos pelotudos, que cuelguen el teléfono para poder usarlo o que la chica más hermosa de la casa esté de novia, generalmente con otro más pelotudo que uno.

Santiago en esas circunstancias es una cancha de fútbol vacía. Un itinerario donde ir matando las horas para que se vaya consumiendo el tiempo lo más rápido posible, hasta la llegada del viernes por la tarde y volver a casa.

Santiago como ese escenario es hambre, días nublados, robar libros en San Diego, enamorarse de la compañera equivocada porque no queda otra; recorrer calles para irlas descubriendo, sobre todo si una de ellas ofrece una librería escondida como si fuera una cueva que hiciera las veces de pasadizo a otro tiempo.

Hay mucho de todo esto en el primer libro de Rafael Gumucio. Ese del que a veces reniega y que fue destrozado por la crítica “especializada”, esa que hacen los escritores frustrados.

En “Invierno en la Torre” (1995), que estaba en el suelo en la Feria de las Pulgas de Valparaíso –“si quieres lo lees y después me lo traes y te lo cambio por otro”, me dijo el vendedor–, Gumucio muestra todo lo mencionado anteriormente, donde el decorado de la película es un edificio en que los personajes están gastados y se definen a partir muchas veces de su miseria.

El amor perdedor está aquí descrito, así como también la tribulación del hombre solo que hace un monólogo en un inmenso escenario con cero público frente suyo.

La muerte como una especie de salvavidas para una relación ahogada. Un psicólogo atormentado por los significados del sexo en su triste vida. Un hijo que espera que su madre vaya cerrando ciclos ¡de una vez por todas! Un asesinato sorpresivo y banal. Cuatro cuentos que funcionan como una novela, como una muestra de personajes donde el hastío parece ser la constante.

Gumucio, que en aquel entonces era un muchacho de 25 años, no tendría de qué arrepentirse después de estas alucinaciones llevadas al papel. Al contrario. Lo suyo es un gran logro si hablamos de la descripción de los procesos que van revolviendo el interior de los personajes. Certeras imágenes. Palabras precisas. Humor agrio. Finales así como son los finales del día: como fin del día y nada más.

La soledad en la urbe es pesada. Si ya cuesta llevarla dentro de la propia casa y vida, peor aún en medio de edificios con ventanas cerradas, autos a toda velocidad y personas que no se miran a los ojos y que cuando las tocan creen que les están robando.

Gumucio en este libro puede que muestre mucho de sus miedos, de su desgaste, de su dolor sordo. Por eso tal vez hoy no quiere hablar mucho de estos cuentos. Pero qué escritor no hace eso… llevar sus tribulaciones a la hoja en blanco para mostrárselas al mundo. El que entiende, entiende y el que no, opina huevadas.


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